Su primer viaje al extranjero lo hizo a Inglaterra, en 1975, un año que su generación no olvidará nunca.
Meses antes había conocido a una estudiante de Ciencias Exactas, vegetariana y aficionada a la ópera, y —siguiendo su costumbre— se había enamorado de ella. Al llegar el verano, ella se marchó a Londres, teóricamente para aprender inglés.
Él, ansioso por seguirla, aprovechó unos días libres entre los exámenes de septiembre y el comienzo de las clases y se presentó sin avisar en su miniapartamento de Fulham Road, encima de la librería de viejo de Peter Harrington. Allí descubrió que la que hasta entonces había considerado su novia le engañaba. Era cierto que estaba estudiando inglés y trabajando un par de horas al día en un fish and chips; el olor a fritanga de su melena lo atestiguaban. Pero no era tan cierto que hubiera viajado sola a Inglaterra.
Durante un par de días, su interés por la hagiografía le permitió sobrellevar la rabia y los celos que iban creciendo como un tumor. Pasó muchas horas en la Heythrop Library, la biblioteca de los jesuitas, buscando información sobre Arturo de Irlanda. Encontró muy poco material que le fuera útil y las gestiones para conseguir fotocopias eran interminables. En su recuerdo, en aquel Londres otoñal llovía todos los días y el ruido del tráfico nunca cesaba en Fulham Road. El autobús número 14, que le transportaba hasta la biblioteca, parecía aguardar a verlo doblar la esquina para arrancar y hacerle esperar media hora bajo la lluvia.
Tres días después de su llegada, durante una manifestación contra los fusilamientos en España de cinco miembros de la oposición antifranquista, toda la ira que había acumulado estalló en forma de pelea con unos fascistas franceses que increpaban desde la acera a los manifestantes. Mientras miles de personas cantaban "Al alba" frente a la embajada española, él pasó la noche en una comisaría, compartiendo celda con otro extranjero, detenido por intentar ayudarle a escapar de la policía. El detenido se llamaba Isaac Tepetl y era un indígena mazateco con quien años después compartiría demasiadas cosas en México.
Isaac era más bien bajo pero ancho de hombros, vestía pantalón y camisa de algodón, según él hilado y tejido con sus propias manos, y al principio se negaba a hablar en español, pues lo consideraba el idioma del imperio, y en inglés, del que solo manejaba un vocabulario muy limitado. Solo aceptó el español cuando se convenció de los nulos conocimientos de esperanto de su compañero de celda.
Pese a la amistad que se forjó aquella noche y que duraría casi veinte años, hasta la súbita desaparición de Isaac, el mazateco nunca le quiso contar los motivos de su estancia en Londres ni de sus posteriores viajes a aquella ciudad.
La detención, el juicio rápido y la condena a dos años de prisión suspendida motivaron la inmediata salida de ambos del Reino Unido y el cese de las infructuosas investigaciones en la Heythrop Library.
El cabreo por la traición de su novia se le fue pasando con el tiempo, a la vez que la condena en el Reino Unido le abrió la puerta de organizaciones como Anarchist Black Cross, los Groupes d’Action Révolutionnaires Internationalistes o la Federación de Grupos Autónomos, con las que, en condiciones normales, nunca habría llegado a colaborar.
Mientras militaba en los grupos anarquistas y a la vez que trabajaba a tiempo parcial para pagarse la estancia en Madrid, siguió avanzando en sus estudios de ingeniería, ahora ya sin desviaciones. Poco después conoció a María, quien luego sería su mujer, y se fue a vivir con ella y otras dos parejas en un piso del barrio de Chueca, donde empezaban a abrir algunos locales de ambiente LGTB.
Salvo los dieciocho meses de servicio militar, de los que nunca le ha gustado hablar, fueron unos años maravillosos. Era joven, había muerto el dictador, vivía con María y tenía un trabajo que le dejaba mucho tiempo libre. Fue la primavera de su vida. Sus paseos hasta la oficina le permitían muchas veces cruzar por el interior del Museo de Prado y quedarse unos minutos contemplando, por ejemplo, El jardín de las Delicias —vuelta a la temática religiosa—.
Sus nuevos compañeros de trabajo, que lo cuidaban y le enseñaban como al chiquillo que todavía era. Los conciertos multitudinarios (Aguaviva, Miguel Ríos, Malicorne) en una ciudad que, para él, no era de goma lisa y negra. Las manifestaciones por la amnistía de los presos comunes: Presos a la calle, comunes también. Los contactos y reuniones con sus nuevos amigos anarquistas de toda Europa. Mucha vida por delante, demasiadas cosas por hacer que pospusieron su idea de conocer mejor la vida de su santo patrón.
Sin embargo, todo termina, incluso aquellos tiempos de locura. Acabada la carrera, libre ya de obligaciones militares, desengañado con el anarquismo tras la escisión de la Confederación Nacional de Trabajadores por motivos que nunca consiguió entender, llegó el momento de aparcar por un tiempo la utopía y pensar en un futuro a más largo plazo.
Había que tomar decisiones difíciles y pactar consigo mismo soluciones no siempre plenamente satisfactorias. Se estaba haciendo adulto.
Una de esas decisiones difíciles fue la de su matrimonio. Conseguido un trabajo estable en una fábrica de Cartagena, él y su mujer se vieron empujados a casarse. La democracia estaba en sus comienzos, la mentalidad del país no había cambiado mucho desde la dictadura y ciertos comportamientos eran rechazados por gran parte de la sociedad.
Coincidiendo con el Festival Internacional de Cine de 1979, se casaron en San Sebastián, un trámite escueto al que no asistieron más que ellos dos y un par de testigos. Mientras el juez les leía los párrafos correspondientes del Código Civil, en las calles resonaban los gritos de los manifestantes por la amnistía y los botes de humo y las pelotas de goma de las cargas policiales.
En Cartagena, y sin otras preocupaciones más urgentes, llegó el día en que reanudó su investigación hagiográfica.
El principal problema a lo largo de los años de búsqueda fue la falta de fuentes fiables. Arturo de Irlanda parece haber sido un personaje bastante elusivo; no se le cita en el Martirologio Romano ni en casi ninguna de las relaciones de santos más habituales, como si quisiera pasar inadvertido. Un santo tímido o, al menos, muy discreto. En eso, como en muchas otras cosas, nuestro protagonista y su santo no se parecían demasiado.
El texto más antiguo que menciona a Arturo de Irlanda hace referencia a unas crónicas que se conservaban en el convento francés de Cerfroid y se perdieron en el incendio posterior a la escisión en 1613 entre trinitarios calzados y descalzos.
Por el contexto, puede deducirse que el santo irlandés era miembro de la Ordo Sanctae Trinitatis et Captivorum, la primera institución oficial de la Iglesia Católica especializada en la liberación de presos cristianos mediante el pago de un rescate. Dada la naturaleza de su misión, los miembros de la orden viajaban con frecuencia a los lugares donde se encontraban aquellos a quienes pretendían liberar.
Otro acontecimiento vino a interrumpir su larga búsqueda. En 1987, su empresa lo obligó a trasladarse a San Fernando para poner en marcha un recién creado departamento de informática técnica. Podía haberse negado, pero un abogado laboralista le aconsejó que aceptara el traslado y, si no le gustaba el puesto o la ciudad, siempre podía buscarse otro trabajo.
Ocho años más viejo que a su llegada a Cartagena, se le hacía muy cuesta arriba comenzar de cero en otra ciudad: encontrar nuevos amigos y rehacer sus redes sociales le parecía una tarea inalcanzable. Fueron meses difíciles, luchando entre el duelo por las grandes amistades que dejaba atrás y la necesidad de integrarse en un nuevo ambiente, mucho más endogámico que el de Cartagena.
La salida a esta crisis llegó a través de un cartel que leyó en un bar de copas: se anunciaba una marcha en bici desde Gibraltar hasta Rota, para protestar contra la presencia de bases extranjeras. En esa marcha, que duró varios días, conoció a un grupo de ecologistas y pacifistas que pronto fueron el núcleo de sus nuevas relaciones.
Con el tiempo llegaría a frecuentar una serie de antros, hoy ya desparecidos, donde la fiesta se prolongaba hasta el amanecer: Pola Negri, un sótano donde las noches terminaban cantando El baúl de los recuerdos; Toque de Santo, La Bemba Colorá o un local sin nombre en la calle San Pedro, cuya puerta cerrada solo se abría si el portero te conocía, no desmerecían nada frente a la noche cartagenera de tan inolvidable recuerdo.
En 2011, cuando ya llevaba veinticuatro años viviendo en Cádiz, aprovechó el breve intervalo entre la salida de las tropas norteamericanas de Irak y la creación del ISIS para visitar las ruinas de Babilonia, donde al parecer había fallecido su patrono. Desde la ciudad santa de Kerbala contrató a un taxista para que lo acercara cincuenta kilómetros hasta el lugar.
A orillas del Éufrates, en medio de minifundios regados por canales diseñados por los asirios hace dos mil quinientos años, se extendían varios kilómetros de vestigios arqueológicos que arrastraban diecisiete siglos de guerras y abandono. En las ruinas hacía un calor sobrehumano.
No encontró allí ningún rastro de san Arturo, pero le sorprendieron dos intervenciones muy recientes, a cuál más desafortunada. La primera estaba en el punto donde se detuvo el conductor, una concentración de kioscos de bebidas, tenderetes de recuerdos y guías turísticos a la caza de clientes demostraba que era el lugar más concurrido de las ruinas.
Se trataba del palacio que se había hecho construir Saddam Hussein, edificado en forma de zigurat y con la extensión de varios campos de fútbol. A su entrada pudo contemplar los restos de un mural que representaba al propio Saddam al frente de sus ejércitos (misiles, cazas, destructores), blandiendo un arco y subido a un carro de guerra asirio. Las puertas monumentales estaban decoradas con frisos de ladrillo en los que aparecía Saddam en diferentes poses guerreras, una de las cuales lo representaba con los atributos del dios Ahura Mazda.
Años después, se preguntaba por qué los dictadores necesitan vivir en un palacio, al recordar este de Babilonia mientras recorría el de Nicolae Ceausescu y se prometía visitar algún día el palacio de otro dictador mucho más cercano, el de El Pardo. Visto desde cierta distancia, aquel monumento al ego le trajo a la memoria las puertas del palacio de Asurbanipal, que había visto en el Museo Británico la víspera de su detención en Londres. Desde las ventanas sin cristales del palacio vandalizado se divisaba un teatro de estilo seudorromano y un muro de once metros de altura, ordenado levantar por el mismo Saddam en torno a la antigua ciudad. Las nuevas construcciones estaban salpicadas a la altura de la vista de ladrillos con inscripciones en árabe que daban fe de que “Saddam Hussein, el protector, salvó la civilización y reconstruyó Irak”. Estos ladrillos, arrancados de los edificios, se podían adquirir a los vendedores ambulantes que patrullaban la zona. Años después lamentaría no haber comprado uno para añadirlo a la colección de cosas inútiles que alguien tirará a la basura cuando se muera, como su colección de etiquetas de bolsitas de infusiones o un fragmento de madera extraído del naufragio del motovelero de cabotaje Juan de la Mata.
Contrató los servicios de un guía y abandonaron las ruinas del palacio, invadidas por adolescentes que fumaban, escuchaban música o se escondían por los rincones más oscuros. Al caminar por entre los restos de la antigua capital de Asiria, bajo un sol demasiado brillante y aturdido por el zumbido continuo de las chicharras, pudo contemplar otras agresiones mucho más recientes, pero igual de odiosas, procedentes del campamento militar establecido allí por los norteamericanos ocho años antes, durante su invasión de Irak. Encontró vertidos de aceite de motores, huellas de tanques en la Avenida de las Procesiones, cementerios de vehículos abandonados, pintadas sobre antiguos muros de ladrillo… Los nuevos vándalos también habían dejado allí sus huellas.
Ya de regreso de aquel viaje que lo marcó para siempre y en el que descubrió los que quizás sean los límites de la crueldad humana, tardó tiempo en reanudar sus investigaciones, que por aquel momento llegaron a parecerle banales. ¿A quién podía interesarle la vida de un oscuro monje del siglo XIII?
Cuando consiguió dejar de soñar con los horrores que había visto en Irak, decidió retomar sus investigaciones, aunque, a falta de datos concretos, quizás fuera mejor llamarlas elucubraciones.
Suponiendo su existencia, lo más probable es que Arturo de Irlanda estableciese su base en Malta y viajara por las costas orientales del Mediterráneo y los escenarios de la Novena Cruzada.
Tras la pérdida del Crac de los Caballeros en 1272, muchos de sus defensores cayeron prisioneros de los mamelucos. Con toda probabilidad, estos eran los cautivos que pretendía liberar el monje.
A partir de estos escuetos datos la imaginación de los hagiógrafos modernos se dispara. Así, ha sido descrito como procedente de una familia de piadosos cristianos que le educó desde su infancia en el amor a Cristo y su Santa Iglesia. Desde sus primeros años dio muestras de mucha piedad y virtud, siendo ejemplar en todo y comenzando de esta manera su largo camino hacia la santidad. Como si existiera, al igual que la carrera militar o la judicial, un camino establecido para llegar a santo.
Podemos imaginar al monje irlandés —ya puestos, ¿por qué no pelirrojo?— con su capa azul marino y su hábito blanco marcado por una cruz roja y azul, recorriendo los caminos del Cercano Oriente. No con destino a Babilonia, como parecen indicar las crónicas trinitarias, sino a varias ciudades, en su mayoría costeras, controladas por cristianos, mamelucos, seleúcidas o mongoles. Quizás aprovechó aquellos viajes para visitar los Santos Lugares, en donde, desde la expulsión de los cruzados pocos años antes, los cristianos no eran muy bien recibidos.
Es probable que muriera en el curso de alguno de sus recorridos por zonas de conflicto, pero no a manos de las autoridades sino por accidente o enfermedad. Los sultanes eran buenos conocedores de la actividad de los trinitarios, que les reportaban ingresos muy importantes a través del cobro de rescates por los cautivos cristianos. A partir de algunos datos dispersos, como los quinientos ducados pagados por Miguel de Cervantes o los treinta y cinco mil cautivos liberados por los trinitarios, estamos hablando de un mercado de decenas de millones de euros.
Una vez concluidas las averiguaciones sobre su santo patrón, comenzó a buscar información sobre otros santos de alguna manera relacionados con su vida, sin ningún orden predeterminado. Un santo le llevaba a otro, igual que cada episodio de su vida enlaza con otro anterior o posterior.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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